Qué difícil es llegar hasta el fondo de lo que significa la palabra RESPETO, hasta ese fondo en el que el respeto se toca con el verdadero amor incondicional.
Qué difícil es dejar de correr detrás de esa zanahoria que nos lleva a ser lo que se supone que “hay que ser” para encajar en la sociedad, ser bueno/correcto/exitoso y lograr entonces ser aceptado/querido, por encima de la historia personal y la corriente que nos moviliza por dentro.
Qué difícil es no caer en la vieja actitud de encasillar a los demás, entre aquellos que cumplen y aquellos que no cumplen con un cierto modelo que siempre termina siendo artificial, subjetivo, ficticio, general e injusto… porque responde a una Verdad Absoluta que no existe.
Qué difícil es dejar de juzgar y de juzgarnos. Es como desenredar una gran tela de araña que atraviesa cada rincón de nuestra mente, y que se manifiesta en todas las esferas de nuestra vida, desde nuestra opinión sobre la política, nuestras reacciones en las redes sociales, hasta la forma en que tratamos y etiquetamos a nuestros propios hijos.
Pero, como siempre, el juicio emitido hacia afuera es un reflejo de cuánto nos juzgamos a nosotros mismos. ¿Cuán duro soy conmigo mismo? ¿Hasta qué punto acepto que tengo errores y que estoy aprendiendo? ¿Cuánto me permito disfrutar de un momento de ocio? ¿Realmente me creo eso de que soy único y singular o aún me mido con los demás o busco encajar en un modelo impuesto desde afuera? ¿Qué dice esa voz interna que me impulsa a auto-flagelarme?
El monstruo que vemos afuera es la sumatoria potenciada de los monstruos individuales que carcomen las entrañas de cada uno de nosotros. Y ese monstruo que vemos afuera se ha levantado, rompiendo con toda la resistencia, los miedos y la indiferencia que lo mantenían oculto; y por primera vez lo vemos completo.
¿Qué vamos a hacer con ese monstruo que vemos afuera y que nos refleja? ¿Vamos a seguir haciéndole la guerra?
No creo que encontremos otra forma de desactivarlo que empezar por casa, mirándonos a la cara y reconociendo todo lo que nos hemos maltratado y abandonado, creando así sin saberlo a nuestros propios monstruos internos. Luchar contra ellos, ignorarlos o juzgarlos sólo hace que generen más presión y dolor. Pero si los miramos con amor incondicional se transforman en niños vulnerables que sólo necesitan llorar y ser abrazados, sólo necesitan de nuestra atención y compasión.
¿Hasta cuándo vamos a huir de los monstruos propios señalando a los monstruos ajenos?
¿Estamos listos para mirar a nuestros monstruos con amor?